Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

EL MILITARISMO EN LA VIDA DEL MEXICANO HASTA 1855

Manuel Fernández de Velasco



A decir verdad el mexicano es aún un pueblo en formación, pues es un hecho innegable que entre nosotros el proceso de transformación de sangres continúa su evolución de un modo incesante y acelerado, modelándose también evolutivamente nuestro tipo psicológico nacional.

Somos un pueblo en gestación, más bien que un pueblo nuevo. No poseemos aún un tipo nacional. A menudo hemos querido simbolizar la patria en una virgen india. Pero el mexicano no es indio, tampoco es español, a pesar de que el ayate lleva rosas de Castilla. Luego nuestra tendencia étnica se dirige hacia un pueblo fundado en el cálido consorcio de ambas sangres, ya que México tiene un ancestral prestigio, el español y el indígena, que lo ha llevado a una conciencia de su personalidad, de su nacionalidad, como un águila de dos cabezas, la india y la española; es un mestizaje etéreo que se sublima. México es español e indio, inseparablemente indio y español, y el que logra encauzar en una sola corriente su sangre será el auténtico mexicano.

Por lo tanto seremos un pueblo que habrá heredado de sus progenitores las virtudes y los defectos, no en su pureza primitiva, sino modificados más o menos profundamente por el medio social, por el clima histórico, en ese vaivén incesante de acciones y reacciones mutuas, originándose purificaciones progresivas y afinamientos continuos cada vez más permanentes.

El militarismo desde sus orígenes ha influido notablemente en la vida del mexicano, entraremos por lo tanto a él, si no con un riguroso examen, sí al menos con un método en el manejo de los hechos y de las ideas.

En México la democracia ha sido puramente ficticia, al menos en la época que nos vamos a ocupar llamada: "De las revoluciones de Santa Anna".

La única fuerza organizada y determinante desde el punto de vista del poder ha sido el núcleo militar. Fuera de la Constitución de Apatzingán, en todas nuestras otras cartas constitucionales ha obrado constantemente el militarismo. Dentro de la organización militar existe una adhesión personal entre la tropa y los oficiales, entre éstos y los jefes, entre los últimos y los generales y al final, éstos se ligan con lazos puramente personales con el presidente de la república. Esto da origen al gobierno de caudillaje. El caudillo generalmente ha sido un latifundista, ha tenido poderes más amplios que cualquier monarca, y en cambio casi no ha tenido responsabilidades. Esto es un hecho que debemos aceptar si tenemos el honesto propósito de reformar nuestra mentalidad de ciudadanos y discernir el pasado sin perjuicios políticos, pues cuando el partidarismo hace bandera en la historia aparece en ella la alabanza o el vituperio.

Para poder encontrar las causas de la serie ininterrumpida de revoluciones, golpes de Estado, asonadas y pronunciamientos, que tuvimos durante más de la mitad del siglo XIX, y los orígenes del caudillismo y más tarde del militarismo que trae consigo la hipertrofia civil, que permite que sólo contra un caudillo se levante otro caudillo, y contra un militar otro militar, sin permitir movimientos sociales, es necesario buscarlas en la contextura incipiente de nuestros orígenes, donde encontramos ya constituidos o en estado virtual los caracteres fundamentales de la psicología política mexicana. Poseemos ya un sugerente pasado, que ha acumulado buen número de hechos de los cuales podemos sacar verdaderas constancias históricas.

Si estudiamos el militarismo en México, asistiremos a la constitución real de nuestra historia. Desde la independencia a 1857, México no tuvo sino revolución tras revolución, sin que sus hombres se preocupasen de establecer un gobierno estable. Si tal cosa se hubiera logrado, México hubiera ofrecido a nuestros ojos un fenómeno desconocido hasta ahora en el mundo: el de un pueblo que, sin preparación previa, pasa de un golpe a gobernarse por sí mismo mediante instituciones democráticas.

En este periodo actúan los personajes como encarnaciones de virtudes y de vicios, mitos dentro de ambientes abstractos en postura de ficción, con sobreestimación de sí mismos y destino manifiesto, derivados naturalmente de las ufanías de un país joven, nacido sin experiencia a la vida política, de allí que de la homogeneidad humana se destacaran las individualidades de ciertos personajes formados por determinados episodios en los que se jugaba, en la cuna, el destino de una nación, o la deformación de una cultura que podía haber crecido inalterada, a no ser por una serie de caudillos y militares que se creían árbitros en los destinos de la república, los cuales no explicaban siquiera la naturaleza de su plan. Muchos de los soldados no sabían ni por qué peleaban, los obligaban, y muchas veces en el fondo de su corazón han de haber maldecido la revolución, con la que no tenían ninguna afinidad, pues muchas veces el soldado mexicano se acostaba gobiernista y amanecía pronunciado sin saber, ni por asomo, de lo que se trataba.

Los cañoneos durante los pronunciamientos eran frecuentes durante el día, y los soldados de ambos bandos se divertían mutuamente desde los techos de las casas y conventos que ocupaban, y hubo casos en los cuales un soldado le pegaba un tiro a otro del ejército contrario y de gusto siendo blanco del enemigo se ponía a bailar "Los enanos", pero estando en su danza recibía un balazo del enemigo, cayendo muerto. Esto nos da una idea de lo que eran estas revoluciones.

Descubrir las causas de estos acontecimientos desde sus raíces, es decir, lo indígena, lo español, el mestizo, el criollo, lo mexicano en estas revoluciones es método complicado, pero al mismo tiempo el único capaz de dar con la clave de la complejidad mexicana. En esta trama estriba parte del enigma de nuestra inestable política en los primeros tiempos de nuestra vida independiente, pues todo acontecimiento humano, y máxime los políticos, lo determinan sistemas de ideas y de intereses de acción. Así al bosquejar una psicología histórica nos encontramos con combinaciones de sangre, causas atávicas y elementos imponderables. De esta amalgama se derivó la nacionalidad mexicana, mezcla de civilización de índole teocrática y guerrera con el dinamismo y la fe en que descansaba la ciudad española. De ambos factores provinieron nuestro tipo físico, nuestro tipo mental y nuestra índole política, pues el pasado explica el presente.

El español de la conquista tenía un espíritu militar. Los libros de caballería habían constituido la lectura predilecta de los soldados españoles.

Un soldado literato que permaneció en Italia tradujo el poema de Ariosto y escribió un diálogo sobre el honor militar. Este soldado era Jerónimo de Urrea, y hablaba de la siguiente manera:

Yo he estudiado poco porque sentí siempre más inclinación por las armas que por las letras, así no aprendí otra cosa que novelas y libros de caballería, que despertaron en mí el afán de ejecutar actos heroicos y acometer empresas ilustres. Mucho me gustó leer las escaramuzas y guerras de Granada, la valentía y fortaleza del Rey Católico don Fernando, la temeridad del gran maestro de caballeros de Calatrava, de Garcilaso de la Vega y del conde de Cabra, Reduan y Remerax; aquel modo de inquietar a las gentes del castellano de Castro-Nuño, y mil otros que me inclinaron e incendiaron el ánimo para ejecutar cosas maravillosas. Mas para estos menesteres es necesario que el hombre que se repute no consienta ultrajes, sepa vengarse y satisfacerse, que no haya hombre que tenga la osadía de injuriarlo, y toda esta estimación la ganaré, venciendo en el campo de batalla a todo aquel que quiera ofenderme con su entuerto, y de esta manera pretendo esclarecer mi nombre.[ 1 ]

Bajo la envoltura amorosa e idílica de aquellas novelas y bajo la gala de los caballeros españoles, así como más tarde bajo la locura de don Quijote, latía el corazón guerrero de la vieja España.

Guicciardini juzgaba a los españoles inclinados a las armas "tal vez más que cualquier otra nación cristiana" y verdaderamente aptos para ella porque "son altos y ágiles, diestros, esbeltos de brazo y muy devotos de honor en cuestiones de armas y con tal de no mancharlo desafían valerosamente la muerte".

Al Gran Capitán se le atribuía el aforismo: "A España las armas y a Italia la pluma".

En los soldados españoles se escuchaba la frase: "Pon la honra, pon la vida, y pon las dos, honra y vida por tu Dios".

"Si el cielo se cayese -decía un capitán español a los suyos, que dudaban salir al campo de batalla al ver la excesiva superioridad de sus enemigos- lo habemos de tener con los brazos."

"Si el mundo tuviera asas, lo alzaría" -decía otro-. Y en los dominios de España no se ponía el sol. Así podríamos seguir hasta lograr una especie de repertorio de bravatas.

El carácter religioso bastante fuerte de los españoles los convertía casi en monjes militares: así la Compañía de Jesús, creada para el combate, fue organizada como un cuerpo de ejército, regida con disciplina excesivamente severa, gobernada por un general cuya autoridad era absoluta. La regla esencial era, como en un ejército, la obediencia pasiva. El que deseaba ser soldado de Jesús, o jesuita, debía renunciar a tener voluntad propia, pues la determinación es cosa que pertenece a sus jefes. Deben -dicen las constituciones- "obedecer como el bastón en manos del viajero y ser entre las manos de sus superiores, como un cadáver - perinde ac cadaver ".

Si nos remontamos a nuestra historia precolombina, sin duda nos daremos fácilmente cuenta de que, antes de la llegada de los españoles, existía un fuerte militarismo mexica.

El militarismo mexica se inicia inmediatamente después de que Tenochtitlan derrota a Maxtla y a los tepanecas. Al tiempo de la conquista por Hernán Cortés, los antiguos mexicanos hacía tiempo que habían dado el paso decisivo que conduce a la alta cultura, por medio, del dominio del hombre sobre el hombre, es decir, el establecimiento de una soberanía. El fenómeno adquiere con estos últimos sus más acusados perfiles, encauzados todos ellos por unas severas normas militaristas típicamente aztecas, cuyos más acusados caracteres son: constitución de un Estado poderosamente centralizador e integrante de tres manifestaciones o contenidos básicos: agrícola, religioso, militar; un estricto y consecuente nacionalismo, cuya base radica de modo esencial en la educación, caracterizada por un potente clasismo y un absoluto dominio de los grupos sacerdotal y militar. La clase guerrera se fue perfeccionando, y adquirió todas las preeminencias debidas a los altos merecimientos de sacrificio, valor y constancia en que se fundaba la dominación azteca. En ninguna otra parte del Nuevo Continente se vio tan plenamente realizado el ideal guerrero como entre los aztecas. Cuando llegaron los españoles, las luchas que se entablaron contra la potencia mexica no fue como podía creerse, la lucha entre un opresor sanguinario y pueblos ingenuos enamorados de la libertad. Fue una guerra encarnizada entre pueblos igualmente militaristas y orgullosos, entre dos civilizaciones fundadas sobre la fuerza, nacionalistas, y es preciso empaparse de esta idea, bastante sencilla si se quiere ver con alguna claridad al mexicano.

A la hora de vísperas del día 13 de agosto de 1521, cayó Guatemuz con todos sus capitanes, y toda la ciudad y el valle se quedaron sumidos en el silencio.

Para los españoles aquel día estaba dedicado a San Hipólito, patrón de la futura capital del virreinato, y en el calendario azteca el signo cronológico se marcaba con el cráneo de miquiztli ; la muerte. La tarde prometió tormenta y entre nubes rojas como sangre se hundió para siempre detrás de las montañas el quinto sol de los mexicas.[ 2 ]

Durante los tres siglos de dominación española, en la Nueva España no hubo verdaderamente ejército sino hasta mediados del siglo XVIII, durante la década de 1760-1770, época en que el virrey marqués de Croix puso en vigor las reformas propuestas por el teniente general Juan de Villalba y Angulo,[ 3 ] y más tarde a fines del siglo, con el objeto de prevenir invasiones de tropas extranjeras pertenecientes a los enemigos de España, empezó a organizar y hacer campañas en las regiones fronterizas de Texas, quedando ya en alguna forma cimentada la institución militar.

Así pasaron más de dos siglos sin que hubiera en Nueva España más tropas permanentes que la escolta de alabarderos del virrey, formadas el año de 1695 y extinguidas por el general Villalba en 1765.

En el folio 12, ley XVII de la Recopilación de Leyes de Indias,[ 4 ] en lo referente a estas compañías de alabarderos de la guardia del excelentísimo virrey dice:

y los virreyes de Nueva España tengan para los mismos efectos un capitán y veinte soldados, a los cuales se les pague el sueldo en la cantidad y consignación que es costumbre, y el capital se le dé duplicado con que no sea de nuestra Real Hacienda. Y mandamos que las plazas de alabarderos no se sirvan por criados de los virreyes.

El uniforme de este cuerpo está muy bien descrito en el libro de Juan Manuel San Vicente referente a la corte mexicana.[ 5 ]

Un poco más adelante se crearon las dos compañías de palacio, formadas con elementos escogidos, pues uno de sus artículos manda que:

3. Cuando hubiere de proveer alguna plaza de soldado, el capitán, o el oficial que mandare la compañía no recibirá de menos edad, que la de diez y ocho años, ni que se pase de cuarenta, y que tenga robustez para el manejo de las armas, debiendo siempre preferir a los que hubieren servido en España, no darán plaza al que fuere casado, ni con facilidad darán licencia a los que actualmente haya en la compañía, por los inconvenientes, que de ello se siguen al real servicio.[ 6 ]

Junto con la Compañía de Alabarderos se creó la Compañía de Caballería del Real Palacio,[ 7 ] y luego el Cuerpo de Comercio de México y los de algunos gremios. En las provincias se crearon cuerpos con poca disciplina a los que se agregaban las fuerzas que se solían levantar en determinadas ocasiones. Con el advenimiento de la Casa de Borbón, además de haber mandado algunos regimientos de España, se fueron formando los cuerpos veteranos y milicias de vecinos, estos últimos no sin resistencia del pueblo, terminando algunas veces en motines que se sosegaron rápidamente. Al mismo tiempo se dio gran extensión al fuero y a la jurisdicción militar que ejercía el virrey como capitán general con un auditor de guerra que era un oidor, aumentándole después a dos.

La comandancia general de Provincias Internas tenía su jurisdicción independiente y para desempeñar las funciones judiciales el comandante general tenía un asesor letrado. El mando particular de la provincia variaba: en la de México lo tenía inmediatamente el virrey; en Oaxaca, Querétaro y San Luis Potosí, estaba encargado a los comandantes de brigada, y en las demás a los intendentes, siendo los de Guadalajara, Veracruz y Puebla comandantes de las brigadas de aquellas demarcaciones.[ 8 ]

Las tropas destinadas al resguardo de las costas estaban organizadas en compañías sueltas en distintos puntos, que formaban divisiones mixtas de infantería y caballería con muy poca disciplina, ni siquiera usaban uniforme; naturalmente que eran útiles porque evitaban emplear tropas de línea del interior del país que hubieran perecido víctimas de los climas.

Las Californias estaban guarnecidas con cinco compañías permanentes de caballería volante, y las Provincias Internas dependientes del virreinato con una en Nuevo León y tres en Nuevo Santander, además de las milicias de los vecinos que había en cada población para defenderlas de las irrupciones de los bárbaros.

Estos ejércitos de la época colonial no estaban formados por indios, pues éstos estaban exentos del servicio militar. En consecuencia, el fondo guerrero de las tropas lo formaban los negros, los mulatos y los mestizos, y el cuerpo de sargentos y oficiales se componía de criollos, correspondiendo el mando del ejército a los españoles europeos, en quienes se vinculaban los principales grados.

Los mestizos, como descendientes de los españoles, debían tener los mismos derechos que ellos, pero se confundían en la clase general de castas. De éstas las derivadas de sangre africana eran reputadas infames de derecho y todavía más, por la preocupación general que contra ellos prevalecía, sus individuos no podían obtener empleos, aun cuando las leyes no lo impedían; pero estas castas infamadas por la costumbre, condenadas por las preocupaciones, eran sin embargo la parte más útil de la población, por cuanto que los hombres pertenecientes a ellas, endurecidos en el trabajo de las minas, ejercitados en el manejo del caballo, eran los que proveían al ejército, no solamente en los cuerpos que se componían exclusivamente de ellos, como los pardos y morenos de la costa, sino también a los de línea y milicia disciplinadas del interior, aunque éstos, según las leyes, deberían componerse de españoles.

El número de tropas con que contaba la colonia en aquella época varía según los distintos autores. Según Lorenzo de Zavala, estaba integrado de la siguiente forma:[ 9 ]

Tropa veterana
7 083
Presidenciales y volantes del virreinato
595
Presidenciales y volantes de las provincias internas
3 099
Milicias provinciales
18 884
Total
29 661


Según Alamán, el ejército permanente consistía en una compañía de alabarderos de guardia de honor del virrey; cuatro regimientos y un batallón de infantería veterana o permanente que componía el número de cinco mil hombres; dos regimientos de dragones con quinientas plazas cada uno, un cuerpo de artillería con 720 hombres distribuidos en diversos puntos; un corto número de ingenieros, y dos compañías de infantería ligera y tres fijas que guarnecían los puertos de la isla del Carmen, San Blas y Acapulco. De los cuatro regimientos de infantería uno estaba en La Habana, con lo que la fuerza total permanente dependiente del virreinato no excedía de seis mil hombres. Los cuerpos de infantería de línea eran los regimientos de la Corona : el de Nueva España, llamado generalmente de los verdes, por usar vuelta verde sobre casaca blanca; el de México, llamado de los colorados por el mismo motivo; el de Puebla, llamado de los morados, y el batallón fijo de Veracruz. A los regimientos de dragones se les denominaba de España y México.

La totalidad de los cuerpos de milicias provinciales, infantería y caballería, con las siete compañías de artillería miliciana de Veracruz y otros puntos de la costa, suponiéndolos completos y en pie de guerra, lo que casi nunca se verificaba, ascendía a veinticuatro mil cuatrocientos once hombres; pero deduciendo de este número las divisiones de ambas costas que no salían de sus demarcaciones, quedaban de fuerza efectiva y útil veintidós mil doscientos once hombres, que unidos a seis mil de tropas permanentes hacen un total de veintiocho mil, que era la fuerza de que disponía el virreinato.[ 10 ]

En esta enumeración no están comprendidas las tropas de las Provincias Internas ni las de Yucatán, porque ni unas ni otras dependían del virreinato. Las primeras consistían en las compañías presidiales y volantes distribuidas en las provincias de Durango o Nueva Vizcaya, de la que entonces dependía Chihuahua, Nuevo México, Sonora y Sinaloa, Coahuila y Texas, las cuales con las compañías de indios ópatas y pimas de Sonora estaban destinadas a proteger aquella dilatada frontera contra las irrupciones de los apaches. En Yucatán había un batallón veterano y algunos cuerpos provinciales con la competente artillería.

Según Abad y Queipo -quien escribía en 1809-, la cifra de veintisiete mil hombres que daba como efectivo la lista de los regimientos de Nueva España no era correcta, pues en todos los cuerpos existía una falta considerable, especialmente en las provincias que, no estando sobre las armas se dispersaban de tal modo que, cuando era necesario volverlos a reunir, no se encontraba la mitad y había que reemplazarlos con gente nueva. La mayor parte se ocupaba en la guarnición de los puertos y fronteras y servicio de la capital, de cuyas escasas dotaciones no se podía quitar un hombre.

Y Abad y Queipo pregunta:

¿Que nos resta de la tropa existente para hacer cara a un ejército de veinte o treinta mil hombres aguerridos y bien equipados que nos pueden acometer por tantos puntos diferentes? Cuando mucho diez o doce mil hombres sin táctica ni disciplina, y tomados por punto general de los heces del pueblo, gobernados en su mayor parte por una oficialidad que no debe ni puede tener la instrucción necesaria, mal armados y equipados, sin trenes de artillería y campaña, sin balas de cañón ni metralla y otras municiones indispensables.

Después de este triste cuadro Abad y Queipo excitaba al virrey Garibay para que aumentara y reorganizara el ejército, cuya pintura no podía ser más lamentable, y es que por una disposición tan política como económica, la fuerza principal destinada a la defensa del país consistía en los cuerpos que se llamaban de milicias provinciales, los cuales no se ponían sobre las armas sino cuando el caso lo pedía. Componíanse éstas de gentes de campo o artesana reuniéndose en periodos determinados para recibir la instrucción necesaria. Estos cuerpos estaban distribuidos por distritos y era un honor muy grande que se compraba a alto precio.

Naturalmente que Hidalgo y Allende se han de haber lisonjeado de todo esto, pues siempre es verdad que los ejércitos bien organizados pertenecen a los que los mandan, disciplinan y pagan, y muy rara vez les pueden ser infieles.

Estalló la guerra de Independencia y aquel ejército virreinal se fogueó y fortificó en el mismo campo de batalla; y en 1820 ascendió su número a ochenta y seis mil hombres entre fuerzas veteranas y milicias auxiliares. El gobierno colonial adquirió para la campaña más de ciento veinte mil fusiles.

La guerra de Independencia militarmente carece de lineamientos estratégicos, de planes militares preconcebidos y de fuerzas, siquiera con relativa proporcionalidad al tratarse de organización de los efectivos y de los armamentos. El éxito sólo pudo ser logrado por la fuerza moral, la valentía del pueblo y la guerra de guerrillas. En tales guerras, cuando las multitudes se organizan militarmente, sobre todo en aquellos tiempos, todas las ventajas son para los insurrectos y todos los inconvenientes para las tropas regulares. Los insurgentes no tienen base de operaciones que defender, líneas de retirada que guardar, y pueden en cambio disponer de todas sus fuerzas para llevar a cabo una enérgica ofensiva, realizable para esos agrupamientos militares por medio de emboscadas y sorpresas que se prestan tanto en nuestro terreno.[ 11 ]

Aparece Iturbide, oficial que había hecho su carrera en las filas del ejército colonial; tenía efectivas cualidades militares destacándose en campaña como oficial valiente y a veces sanguinario innecesariamente. Iturbide fue oportuno para aprovecharse del momento; sus propósitos de acabar con la guerra y consumar la independencia los desarrolla con audacia y presteza, sin detenerse en los medios para lograr su fin; acierta aunque indebidamente en el procedimiento de reunir tropas alzándose con ellas para rebelarse y marchar al estado de Guerrero en busca del que había quedado como portaestandarte de la revolución de independencia. Iturbide exhibe habilidad para pactar con la figura insurgente del momento, Vicente Guerrero. La sublevación de Iturbide causó verdadero espanto en la capital de la Nueva España, los cuartelazos quedaban iniciados.

El militarismo en el momento de la consumación de la independencia estaba en pleno apogeo. La capital de México, y el pueblo en general, brindó a ilustres generales el unánime aplauso con que los mexicanos recompensaban los distinguidos servicios de sus hijos. Pero el ejército colonial que coadyuvó con Iturbide se constituyó en el azote de las libertades y en el sostén de las clases privilegiadas, siendo él mismo una clase privilegiada.

Durante la Colonia permaneció en nuestra trama la hilaza hispánica, hasta 1810 nuestra existencia estuvo confundida con la española; luego comenzamos a forjar nuestra personalidad. Claro que la independencia no interrumpió fundamentalmente la evolución de la política colonial. Realmente el cambio fue más personal que esencial y esto lo vemos también en 1822, cuando los criollos y alguna vez los mestizos sustituyen en la dirección de los asuntos políticos a los españoles, siguiendo con los mismos métodos y la sumisión del indio, aspirando a crear un gobierno descansado cómodamente sobre las espaldas de los indios. No se olvidaba todavía el hombre a caballo. Los criollos creían haber recibido de sus padres como único patrimonio el amor al país en que habían nacido, fundando en esto su patriotismo; ocupar los puestos públicos, dirigir la nación en lugar de sus padres, ya que no cedían en ingenio, aplicación, conducta ni honor a alguna otra de las naciones del mundo. Si les cerraban las puertas de los empleos, ¿cómo iban a dedicarse al comercio? No, para ellos no era el comercio, éste era para los extranjeros; tampoco los oficios mecánicos, porque no compaginaban bien con el lustre de su nacimiento. Luego el principal fondo con que podían contar los criollos, para poder mantener sus obligaciones, eran los sueldos con que estaban dotados los empleos públicos. He aquí la razón de la empleomanía de los criollos, si se les privaba de ellos se verían obligados a llevar una vida oscura, o de lo contrario ahí estaba el militarismo, las revoluciones. Toda la galantería, aquellas galas, ceremonias, suspiros, lujo y fastuosidad en que vivían éstos, estaba en realidad muy lejos de un afeminamiento de las costumbres; no era sino un aspecto risueño de su personalidad guerrera. Las célebres corridas de toros, a las que hasta la actualidad son tan aficionados los mexicanos, no son sino una fuga también de este espíritu y la continuidad de una lucha encarnizada entre cristianos y paganos.

Por lo que respecta al indio, éste no podía tener ninguna idea política en esos momentos, salvo alguna excepción. Su resurgimiento vino después, cuando al fin se soltaron los resortes que vivían latentes; en cambio los únicos que estaban más próximos eran los mestizos y los criollos.

Una deformación se inició en la Colonia y la savia pasó de la raíz al tronco y más tarde cuaja en el fruto. Al suceder los criollos a los españoles en el gobierno de México, procuraron definir los nuevos programas de acción política. Ciertamente el ambiente histórico no favorecía el desarrollo completo de ninguno de ellos; pero su estudio es indispensable, porque nuestro siglo XIX es el resultado del encuentro de diversas ideologías y el esfuerzo encaminado a imponerlas en el singular cuerpo del país. Los abogados de ideas republicanas aceptaron el modelo estadounidense; los herederos de la tradición colonial, dueños de los bienes, defienden la monarquía; los caudillos militares, salvo rarísimas excepciones, su medro personal.

El país, y el mexicano que había sufrido para conseguir su independencia una guerra cruenta de once años, se ve en la necesidad de aceptar la forma de gobierno a que estaba acostumbrado y, cansado de él, el monárquico, al que había estado sujeto por espacio de trescientos años.

Los partidos, si es que ya existían en aquel entonces, permanecieron quietos; la escisión no se advertía, debido sin duda a los principios proclamados en Iguala y aceptados por todos los que figuraban de un modo notable en aquellos sucesos. Rechazados por la corona de España los tratados celebrados por Iturbide y O'Donojú, se inició desde luego ese cambio de ideas hasta en los que entonces habían permanecido unidos, acentuándose de una manera clara y terminante la división al descubrir las intenciones de Iturbide.

Tres partidos surgieron entonces desde luego por este incidente; éstos eran el borbonista, el iturbidista y el que pretendía establecer un gobierno republicano, partido sin antecedentes y enteramente nuevo en la historia del país, y que por lo mismo de ser desconocido llamó mucho la atención y se hizo de nuevos prosélitos.

Los tres partidos se resolvieron a entrar en campaña con los elementos que contaban, siendo lo singular y verdaderamente notable en esta lucha que, los partidos borbonista e iturbidista, que habían sido hasta aquellos instantes fieles aliados, unidos en estrechos vínculos, entraban en una terrible pugna. La posición del partido republicano era la más comprometida, carecía de antecedentes, era desconocido, no tenía caudillo ni contaba con los elementos de los otros dos.

Triunfa el partido iturbidista, el 18 de mayo de 1822; tócale en suerte al sargento del batallón de Celaya Pío Marcha, a las nueve cuarenta y cinco de la noche, ordenar "armas al hombro, marchen". Ya en la calle proclama emperador de México a Iturbide, con el título de Agustín I. El emperador mexicano era nombrado por un sargento.

Iturbide fue coronado emperador en la primavera de su vida. Valiente, activo, de buena figura y dado a la ostentación, tenía todas las cualidades necesarias para adquirir la popularidad, pero cuando ésta no se basa en grandes beneficios, es transitoria, pues descansa sólo en un principio de egoísmo; en conjunto, un pueblo no puede sentir simpatías personales.

Desde luego distribuye militarmente al país, en capitanías generales, con la particularidad de que los altos jefes a cargo de ellas tenían también funciones civiles.

Pero acostumbrado Iturbide a proceder en todo despóticamente y a no encontrar quien se opusiera a su voluntad como jefe militar, pronto tuvo que chocar con el Congreso donde abundaba el elemento republicano, forma de gobierno al que se inclinaban los hombres más cultos del país tanto por la prosperidad de los Estados Unidos como por haberse organizado en república las demás colonias de América, al consumar su independencia.

Su efímero reinado duró poco, a Iturbide lo perdió sobre todo su confianza ciega en el ejército, sin comprender que los generales, tan escandalosamente improvisados por él, cuando no obedecen al sentimiento inmortal de la patria, sólo piensan en sublevarse para crear o destituir autoridades. Iturbide fue batido por el que había sido uno de sus más fieles aliados, viéndose precisado a abdicar, desterrarse y volver del destierro para morir, no en el cadalso que infama, sino sobre el que eleva al hombre a la dignidad del hombre. Tal fue el trágico fin de Iturbide a los cuarenta años ocho meses y veintiún días de edad; sin embargo, como escribe Bustamante: "De qué poca tranquilidad positiva ha de haber disfrutado".

La situación del país a la marcha del emperador era de lo más triste; la división entre los jefes del ejército era verdaderamente notable.

La República

Con este cúmulo de grandes obstáculos y dificultades, iba a inaugurar el partido republicano su primera administración. Los principios que contenía el programa de este partido político eran desconocidos aun por las personas que se encontraban más ilustradas. Su adopción inspiraba en aquella sociedad ciertos temores y vacilaciones consiguientes a su falta de conocimiento; el resultado fue largo y peleado, envolviendo al país, por espacio de varias décadas, en una guerra fratricida. De 1824 a 1855 va a haber 45 periodos presidenciales, definitivos e interinos; el número de pronunciamientos se acerca a la centena, y se promulgaron tres constituciones.

El general Guadalupe Victoria fue electo presidente; el primer presidente de la naciente república mexicana era un militar. Salvo rarísimas excepciones, todos nuestros presidentes han sido generales. El general Victoria tomó posesión del mando el 10 de octubre de 1824, seis días después de haberse promulgado la flamante constitución general de la república, la cual como era de esperarse favorecía a los militares, declarando vigente la Ordenanza General del Ejército.

El código de esta milicia no era otro que la Ordenanza General del ejército español, aumentada y reformada por órdenes y cédulas de los reyes, así como por los decretos que los congresos mexicanos habían dado inmediatamente después de la independencia.

Tenía la ventaja este código de ser un cuerpo de leyes claras, precisas y sobre todo completo; en él se hallaba cuanto debe saber desde el último tambor hasta el primer general.

Federico II rey de Prusia era su verdadero autor y el gobierno español lo había adoptado con algunas modificaciones; para una monarquía como era la prusiana, fue acaso lo más perfecto que pueda imaginarse. Pero precisamente esta perfección lo hacía absolutamente inadaptable a las instituciones de una república que, se suponía libre, como lo era la mexicana. Si la ordenanza se había hecho para dar por resultado la creación de una clase basada toda en el principio de la sumisión absoluta y de la obediencia pasiva, completa en su organización y hasta con las armas en la mano para avasallar a todo cuanto lo rodeaba, era imposible aplicarla en una república democrática o a lo menos que se creía que era; este código le daba gran fuerza al militarismo pues, de ahí en adelante, nada le pareció más natural al militar que sublevarse contra una Constitución o deponer a un gobierno que trataba de someter a la clase a que pertenecía, reformando ésta, toda o en parte.

De aquí el espíritu revolucionario del mexicano, que cree meritoria la destrucción de la obra del partido opuesto -sea buena o mala-; por eso el equilibrio psíquico del mexicano ha estado alterado, no ha tenido el sosiego ni la continuidad en el esfuerzo. Hay que recoger hechos pasados para tener esperanza en el porvenir.

Durante el gobierno de Victoria los golpes y los pronunciamientos continuaron, y acercándose el fin de su gobierno, se presentaron como principales candidatos a la presidencia los generales Vicente Guerrero, Anastasio Bustamante y Gómez Pedraza. Este último triunfa pero Santa Anna, el eterno ambicioso, se pronuncia en Jalapa, desde entonces con más o menos predominio regirá los destinos de la nación. Su excesivo amor a la gloria lo condujo a una infausta jornada que, a pesar de su poca importancia desde el punto de vista militar, México y los mexicanos no le perdonarán nunca.

Es Santa Anna uno de los prototipos del mexicano de aquel entonces, del mexicano apenas nacido, es el primer producto -dice José C. Valadés- del noviazgo del México independiente, ama más la gloria que el poder, destruye las fórmulas del mando con las mañas del diplomático, y cuando esas mañas no le son suficientes para continuar su carrera, es víctima de la irritabilidad, desprecia a sus enemigos. Por eso nunca pudo ser gobernante, por eso no le importó conservar las normas constitucionales; por eso no vaciló en aceptar el título de Alteza Serenísima ni someter su poderío a un plebiscito. Los hábitos del lujo, el exceso de riquezas, las ambiciones personales y las rivalidades de los generales vencedores llevaron consigo la forma de dictadura, la guerra civil, pues de 1821 a 1855 la historia de México puede escribirse con más propiedad, si se emplea el criterio cuantitativo que si se refiere al cualitativo, es decir, la cuenta de los pronunciamientos es más expresiva que la aparición de las características, fines y sentido de estos hechos.

Durante el siglo XIX, en realidad sólo tres hombres de pensamiento fueron los que llegaron a la realidad mexicana, y éstos fueron Lucas Alamán, Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora. Cada uno de ellos escribió su evangelio, y cada uno buscó su capitán, su caudillo, su jefe militar. Zavala lo encontró en el general Vicente Guerrero, Alamán lo descubre en el general Anastasio Bustamante, y Mora en el general Manuel Mier y Terán.

Tres programas surgieron entonces, y del brazo de sus caudillos, de sus militares; dos de éstos hacen de las logias masónicas tribunas políticas y extienden su campo de acción al exterior.

Pero hubo un cuarto caudillo, un militar que no tuvo director espiritual, y que fue el más característico representante de los levantamientos, de los golpes de Estado, de los cuartelazos, el que sufría complejo napoleónico: éste fue el paranoico Antonio López de Santa Anna.

Pero junto con éstos, hubo otros hombres distinguidos tanto en lo referente a méritos civiles como a tamaños militares como Victoria, Posada, Gómez Pedraza, Gorostiza, Quintana Roo, el general Morán y otros soldados o estadistas pertenecientes a algún partido político, que se distinguieron en las revoluciones de cincuenta años a partir de la independencia, Si alguno hubiera escrito sus memorias o su autobiografía, hubiera escrito al mismo tiempo la historia de estas guerras civiles.

Éste es el cuadro de los primeros años del siglo XIX, en el problema más apremiante del medio; "El militarismo en la vida del mexicano", el espíritu de rebelión, el deseo de avasallarlo todo, el apetito inmoderado de condecoraciones y ascensos, el empeño de hacerse rico en pocos días, el complejo napoleónico, fueron los vicios característicos del soldado privilegiado y el origen más fecundo de los desórdenes sociales de la república mexicana. Las revoluciones populares se dispersaron con la misma facilidad con que se formaban, y no aparecieron sino raras veces, y esto cuando la administración fue verdaderamente insoportable, como la revolución de Ayutla, que vino a transformar al país.

Sin embargo, no todo se perdió, pues aprendimos que es el mérito y no la clase lo que abre el camino a los honores públicos, y que nadie, si es capaz de servir a la patria, se ve trabado por la pobreza o la oscuridad de su condición. Hubo una época en que el mexicano se quedó solo, pero en esa soledad se encontró a sí mismo, porque está en posesión de todos estos datos y ahora puede realizar su obra a conciencia, siempre de tipo formativo y creador, pero con actitud historiográfica.

[ 1 ] Jerónimo de Urrea, Diálogo del vero honore militare.

[ 2 ] Guadalupe Fernández de Velasco, "Importancia de doña Marina en la conquista de México", en Cortés ante la juventud, México, Sociedad de Estudios Cortesianos, Jus, 1949, 364 p. (Publicaciones de la Sociedad de Estudios Cortesianos, 3), p. 145- 163.

[ 3 ] Boletín del Archivo General de la Nación, 1940, t. XI-4, p. 622.

[ 4 ] Antonio Balbás, Recopilación de leyes de Indias, Madrid, t. II, lib. tercero, 1756.

[ 5 ] D. Juan Manuel San Vicente, Exacta descripción de la magnífica corte mexicana, Cádiz, Imprenta de Francisco Rioja, 1768.

[ 6 ] Archivo General de la Nación, Bandos y Ordenanzas, t. III, 41, mayo 19 de 1744.

[ 7 ] Archivo General de la Nación, Bandos y Ordenanzas t. III, 42, México, 19 de mayo de 1744.

[ 8 ] Lucas Alamán, Historia de Méjico, México, Jus, 1942, t. I, p. 79-80.

[ 9 ] Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones de México, desde 1808 hasta 1830, México, Manuel N. de la Vega, 1845.

[ 10 ] Lucas Alamán, Historia de Méjico, México, Jus, 1942, t. I, p. 83.

[ 11 ] General Juan Manuel Torrea, La Independencia de México, sus periodos, y los errores y aciertos de sus caudillos, México, 1945, p. 6.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 2, 1967, p. 97-113.

DR © 2006. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas